Propiedad o libertad intelectual

Reflexiones a partir de Les chants de Mandrin, el contrabando y los privilegios (y un anuncio al final)

Un par de breves secuencias del filme que comentaba en el post anterior muestran el taller del librero-impresor (no existían, qué dicha, los editores): la fábrica de papel con sus grandes mazos de madera movidos por la energía del agua para machacar trapo, el tendido de las hojas puestas a secar en el ático, de manera tan cuidadosa que el aire pase entre ellas sin moverlas —“ningún viento, ni del norte ni del sur, ni mistral ni harmattan; sólo el aire”, dice el viejo artesano—, los tipos móviles y el montajista armando con el componedor las líneas que luego acomoda en la galera para imprimir las hojas que van saliendo de la prensa (aunque se usa en la película una máquina metálica probablemente aún no disponible en 1755)… Les chants de Mandrin es un poema cinematográfico.

Lo que va a salir de ese taller es un libro sin permiso, una publicación que circulará sin cumplir las regulaciones del rey que en esa época exigían los llamados “permisos tácitos” (sucesores del “privilegio real” en Francia) y que llegará a un precio bajísimo —al final, Bélissard y sus secuaces lo regalan; “un encuadre para la Revolución”— a la gente del pueblo que, cada vez más, por la gracia de la imprenta y de los primeros ensayos de instrucción pública, sabe leer.

La época que esta película retrata es efectivamente el caldo de cultivo de la Revolución francesa. Bélissard y su banda, el soldado desertor que salvan y se une a ellos con el alias de La Liebre, el marqués que simpatiza con su causa y disfruta de su compañía, el librero que imprime el libro y la gente común que quiere leerlo son el sentido libertario, más que liberal, del famoso laissez faire, laissez passer, hoy símbolo vacío del neoliberalismo postindustrial que está acabando con el planeta. Y no es casual que en la película el símbolo de este “mercado libre” sea, entre los productos que se contrabandean (si bien no falta un sensual homenaje a los finos encajes de la época), el libro impreso sin permiso del rey.

El colporteur Jean Sératin reparte ejemplares del libro en el mercado

En 1763, el enciclopedista Denis Diderot escribió su Carta sobre el comercio de libros, por encargo de los miembros del gremio que buscaban mejores condiciones para su industria que las que les permitían las restrictivas políticas del régimen que, entre impuestos y censuras, impedían su desarrollo. Se trata de un discurso fundacional para lo que hoy conocemos como libertad de prensa, pero el consejo que Diderot da al Estado es el de mantener las ideas de “privilegio” para las librerías (aquellas autorizadas a ejercer el oficio) y de permiso “tácito” para los libros (un mecanismo de control), pero entregar esos “permisos tácitos” siempre; es decir, realizar sólo una especie de registro, bastante similar a lo que hoy conocemos como depósito legal. “Los verdaderos libros ilícitos”, dice el filósofo, “son los libros que se imprimen fuera de nuestro país y que nosotros adquirimos del librero extranjero, cuando deberíamos poder conseguirlos por nuestros impresores”.

A lo largo de su Carta, Diderot establece también, para el entorno francés, lo que ya sucedía en Inglaterra desde 1710, con el Edicto de la reina Anna: la operación mediante la cual el producto del trabajo intelectual se reconocía como una propiedad de su autor equivalente a la propiedad de la tierra: el nacimiento del derecho de autor o propiedad intelectual y, con él, del derecho de copia.

Pero otro philosophe de la época, Nicolás de Condorcet, más radical que Diderot (y más cerca de la Revolución), enfoca el origen de las restricciones alrededor de la industria de los libros como derivado del viejo privilegio: la palabra prohibida. Afirma que el producto del trabajo intelectual, en tanto está destinado a alimentar a la humanidad, no puede ser poseído como la tierra, cuyos productos son exclusivamente para quien la trabaja: “no puede haber ninguna relación entre la propiedad de una obra y la de un campo que puede ser cultivado por un hombre, o de un mueble que sólo puede servir a un hombre, cuya propiedad exclusiva, en consecuencia, se encuentra fundada en la naturaleza de la cosa”.

El historiador Roger Chartier analiza las posiciones de Diderot y Condorcet:

El primero defiende las instituciones tal como son (corporaciones, privilegios de librería, permisos tácitos) […] porque piensa que es imposible investirlas de contenidos nuevos, es decir, transformar el privilegio de librería en propiedad literaria, los permisos tácitos en libertad de prensa. En tiempos del triunfo del liberalismo, Condorcet rechaza tales precauciones o compromisos: todos los privilegios deben ser abolidos ya que el progreso de las Luces requiere la libre exposición y la comunicación universal de las verdades.

Denis Diderot, Carta sobre el comercio de libros, FCE, Buenos Aires, 2000.

Pero la diferencia de opiniones entre Diderot y Condorcet perderá intensidad luego de la Revolución. Se impondrán nuevos modos de censura y privilegio tras el pretexto de la propiedad, su usufructo y su herencia; la libertad de prensa se irá abriendo paso dificultosamente, pero el tiempo que el Estado otorga para la “protección” de las obras antes de su “entrega” al abismo del dominio público crecerá, crece, incesantemente.

(Bibliografía consultada)

Anuncio!

Mi super cómplice de aventuras de toda la vida, @AlxRubio, y yo, llevamos años compartiendo intereses y cosas y conversando a propósito del acceso y sus obstáculos en la era digital; de la propiedad intelectual, el derecho de autor y el de copia, la libertad de acceso, el desarrollo del conocimiento y todos sus anexos, y pensamos que es hora de compartir estos diálogos con todo el mundo por la vía del podcast: se está cocinando, ¡pronto más información!…